miércoles, 30 de mayo de 2018

Era una tarde de invierno...

Era una tarde de invierno cualquiera en una buhardilla cualquiera de una callejuela cualquiera de París. Las gárgolas de Notre-Dame, acariciadas por el gélido aquilón, estarían sin lugar a dudas sosegadas ante el espectáculo que el cielo les brindaba. ¿Pero quién sabe? Tal vez alguna gárgola traviesa se había aburrido de mirar al horizonte de la gigantesca urbe y, en aquel instante, de entre todos los miles de tejados en los que podía fijarse, se preguntaba qué sucedía en concreto bajo el tejado de la casa en la que me alojaba.

En aquel momento me encontraba en un hostal escribiéndole una carta a un pariente acerca de mis distintas impresiones sobre la capital francesa. Los candelabros que me rodeaban añadían una nota de mayor solemnidad a aquel instante en el que me había perdido. Tan solo unos tres metros me separaban de una ventana de la casa de enfrente. Ya había reparado antes en que en el fondo de la habitación que podía divisar había una jarra de porcelana china, una de esas tan de moda en nuestra bella época.

Pero fue entonces cuando me fijé en que en aquella estancia estaba acurrucada en un sillón una joven cuya piel nacarada palidecía la blanca piel de las ninfas de los cuadros de François Boucher. La miré a ella y ella me miró, y en medio de esta mirada caía la nieve del cielo de París, como si esta fuera la promesa de alguna alba realidad.